Así que después de una ida relámpago a Monterrey para que me mentaran la madre hube que tomar el avión con el único fin de alcanzar la mitad del mundo, cortesía de cierta farmaceútica alemana.
Y pues como uno estaba acostumbrado a la clase areoproletariada, la primera clase era como el nirvana de la comodidad, excepto por la razón de que junto a su servidor venía el director médico en cuestión y chale, pues hubo que rechazar el interminable desfile de bebidas alcohólicas harto finas.

Así que pues ni modo, en un acto heróico la agente aduanal me lo decomizó y me dejó pasar a la sala de conexiones.
Ni modo, otras horitas, un huso horario y una segunda cena y llegaba con harta turbulencia a aterrizar al aeropuerto mas inteligentemente planeado del mundo: Justo en medio de una ciudad que está sumida en un estrecho valle de las montañas. Y a descender como resorte al aeropuerto con nombre importante: el Mariscal Sucre.
Y la prueba de fuego, a presentar mi super visa ultrasofiscticada e infalsificable, una hoja de papel bond con un trozo de papel brillosito. La dependienta con su sagáz mirada de weva y sueño, pues ya era las media noche local dejó algo así como bienvenido pinche wey.
Y a esperar como pendejos a los rezagados de Argentina y Colombia, y luego de que casi nos aplastara un boeing en su loco aterrizaje, al hotel y a jetearse.
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