Friday, December 16, 2011

Coyote Moon Rising

Una ligera lengua del viento helado de la noche se cuela por algún misterioso defecto de sellado en los cristales traseros del auto. No alcanza a enfriar el habitáculo pero de cuando en cuando la oigo silbar monótonamente.



El termómetro marca de los menos dos a los cuatro grados en el exterior, aunque solo lo veo de reojo cuando compruebo que no estoy excediendo las millas permitidas. El motor ronronea al compás del pedal del acelerador al tiempo que desliza al auto de manera casi armónica por la carretera.



El sueño que tenía justo antes de haber cambiado de lugares con mi compañero se esfumó por arte de magia y en su lugar me dan unas ganas locas de seguir avanzando en medio de aquel inmenso desierto que parece extenderse hasta el infinito.



En aquel camino apartado ni un alma circula por la carretera y en ocasiones se deja ver la luna bañando la arena, montañas y rocas en un blanco espectral. Es entonces que puedo ver la nieve y el hielo incrustados en las mismas raíces del desierto, en los riscos de las laderas, en los matorrales extendiéndose por miríadas hasta donde la oscuridad le permite a la vista.



Se ha ido la luna pero me encuentro con un coyote que furtivo se ha cruzado la carretera y le regala un vistazo a los faros del auto. Es solo un breve instante pero puedo ver sus ojos centellear en medio de la oscuridad.



Y me salta otro recuerdo a la memoria, una escena similar ya la había presenciado en el Desierto Blanco, ahí también me seguía la luna velando las estrellas y volvía aquel lugar de por si extraño en el mismo mare tranquilitatis. Allí también se acercaban los zorros a las fogatas a mostrar sus ojos brillantes.



Pero aquí es Arizona, del otro lado del mundo; aquí la tierra es roja y no blanca, aquí vivieron los navajo y pululan los coyotes. De este lado no necesito un 4x4 y avanzo conforme me plazca por la madrugada.



De pronto llegamos a la zona sagrada de las piedras rojas, ahora tan blanca a la luz mortecina y al hielo que parece etérea, la carretera serpentea extrañas montañas que se cubren de árboles de madera blanca que cierran el paso a la vista de lado y lado, casi como plantar un bosque en pinos grises en medio de un monte de rocas rojas.



Y así es que a mitad de un estrecho puente que une dos gargantas detengo el auto y apago todas las luces. El paisaje fantasmal es casi agarofóbico, como flotar en medio del paisaje de un planeta lejano.



Dan las cinco de la mañana cuando llegamos a nuestro destino, estamos a siete grados bajo cero y ni un alma se mueve por el pueblo incrustado en la montaña. Es un viaje largo, es la primera vez que he manejado en carretera, no he dormido mas que unas horas y no dormiré muchas mas; pero valió la pena.

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